Historia
| Este es un fragmento de la historia de la Rainbow, escrita en estilo
novelado por Kushtar hace muchos años, cuando aún tenía
tiempo e inspiración para hacer estas cosas. La idea era escribir
un libro con todas las andanzas de la compañía, narrándolas
como una novela. Su título iba a ser Las torres de Nun-Rattok,
pero la idea nunca pasó del prólogo en el que se presenta
a los personajes y un primer capítulo inconcluso. Cabe destacar
la aparición como artista invitado de Markus el Loco, PNJ de
otra compañía (los Hijos de Bakunin), que se habría
de cruzar en el camino de la Rainbow en Myth Drannor. |
Prólogo
-Mierda.
Un bárbaro en una importante misión. Su pueblo necesita
un líder. Sólo aquel que consiga recuperar las Espadas sagradas
tendrá derecho a que se le llame jefe.
-Más mierda.
Por eso ha dejado su tribu. Ha viajado durante muchas jornadas hacia el
sur, a pie, recorriendo las grandes planicies que separan las montañas
que le sirven de hogar del mundo conocido.
- Otra mierda más.
Su líder espiritual, el chamán del Lobo gris, le dijo que
buscase a otro hombre-medicina que vivía lejos, en una gran tribu
creca de un enorme lago. La tribu se llama Lejanas colinas y el lago recibe
el nombre de mar de la Luna.
-¡Tempus, mucha mierda!
Ahora, tras varios soles de seguir el rastro de un grupo de caballos,
ha tenido su primer encuentro con el mundo "civilizado". Ante
sus ojos, lejos en el horizonte, hay una gran ciudad. Entre la ciudad
y él, un grupo de hombres sentados en torno a una hoguera que iluminaba
el ya decadente día. A ojo, y poniendo ambas manos ante su rostro,
calculó que los hombres eran más que una mano pero menos
que dos. Igual número de caballos pastaban junto al campamento.
Supuso que si apretaba la marcha conseguiría llegar a aquel lugar
antes de que fuese noche cerrada, así que se puso de nuevo en camino
al trote.
Efectivamente, cuando sólo unos débiles rayos de sol despuntaban
por el horizonte, el bárbaro llegó a las cercanías
del campamento. Varios de los del grupo ya se habían levantado
y cogido sus armas, observándolo desde hacía largo rato.
Los que se habían quedado sentados, cuidando la carne que se asaba
en la lumbre, eran dos mujeres y un niño de corta edad. Los varones
de pie eran una mano justa.
-Que el Lobo gris os guarde - dijo al acercarse, levantando una mano con
la palma hacia fuera.
-Buenas noches, viajero.
El que acababa de hablar, el mayor del grupo, era un hombre que rondaba
los cuarenta y que apoyaba su mano izquierda en el hombro de un muchacho
de apenas veinte años. Trataba de aparentar normalidad, pero sus
ojos se desviaban continuamente hacia las dos espadas de hueso que colgaban
del cinto del recién llegado, así como hacia el hacha que
empuñaba en una mano.
-¿Haber sitio para mí junto al fuego? - preguntó
con una media sonrisa.
-Ni siquiera os habéis presentado. Eso no demuestra mucha educación.
Así habló otro de los componentes del grupo. Era de mediana
edad, sostenía una espada y su rostro reflejaba seguridad y altanería.
Sin embargo, no podía dejar de mirar con nerviosismo los musculosos
brazos del bárbaro y su poderoso torso.
-Yo Thork, el Rojo. ¿Tú?
De nuevo habló el más viejo, extendiendo un brazo hacia
el impetuoso joven.
-Se llama Uldeam. Yo soy su hermano, Lemgut. Estos son mis hijos Gujosh
y Beri. Aquél, mi sobrino Hodoum. Y aquellas sus mujeres, Barella
y Robbie. El pequeño es mi nieto.
El bárbaro asintió y volvió a preguntar.
-Ahora todos conocidos. ¿Haber sitio para mí en fuego?
-Supongo que sí - aceptó a regañadientes Uldeam.
Mientras todos se relajaban un poco y se sentaban de nuevo alrededor de
la lumbre, Beri preguntó:
-Y... ¿a dónde os dirigís, si puedo preguntarlo?
-Ya haber preguntado. ¿Por qué preguntar si poder preguntar?
El joven quedó un tanto confuso, y parecía dispuesto a renunciar
a la conversación cuando Thork respondió.
-Yo ir a Lejanas colinas. ¿Vosotros conocer?
Los del grupo se miraron entre sí, extrañados.
-¿Lejanas colinas? ¿Junto al mar de la Luna?
-Mi chamán decirme que yo deber llegar allí.
-Pero, pero... Peroperoperopero.... - balbuceó Beri.
-Lo que mi hijo trata de preguntaros - interrumpió Lemgut - es
si pensáis llegar allí a pie.
-¿Dónde estar problema?
-Verás, hijo - prosiguió el hombre de mayor edad -. El caso
es que somos artistas, trotamundos, nómadas. Conocemos bastante
bien los Reinos y...
-Tú hablar con lengua retorcida.
-A pie te llevará alrededor de un año llegar a Lejanas colinas.
-¿Cuánto ser un año? ¿Ser menos que un mes?
-No, claro que no - respondió Hodoum hablando por primera vez con
un tono divertido -. Además, ¿qué importa eso?
-Cuando yo dejar poblado, yo prometer que volver en un mes.
-Dioses, pues creo que vas a tardar un poco más. ¿Cuánto
hace que abandonaste tu casa?
-Varias lunas.
-¿Cuántas? ¿Tres, cuatro?
-¡Al diablo con él! - exclamó Uldeam con fastidio
-. Es evidente que no tiene muchas luces.
Sin embargo, una de las mujeres, Barella, le animó con una sonrisa:
-¿Cuántas lunas, viajero? ¿Tantas como hombres hay
en el grupo?
-Sí. Menos yo y el niño.
-Cinco, entonces - concluyó la mujer.
-Has gastado la sexta parte de tu tiempo, bárbaro - comentó
Gujosh.
-¿Qué significar eso? - preguntó Thork con una mirada
de incomprensión. Aquella cháchara civilizada comenzaba
a darle dolor de cabeza.
-Significa - le explicó Lengut -, que cuando pasen otras cinco
veces más las lunas que has caminado hasta aquí, habrá
terminado el mes.
Thork se quedó un rato pensativo. Parecía estar calculando
algo, pensando al límite de su capacidad. Entrecerró los
ojos, torció la cabeza y entre sus labios apareció la punta
de su lengua.
-No importar mucho - dijo al fin.
-¿Por qué? - inquirió alguien.
Una sonrisa iluminó el rostro del montañés.
-Porque en poblado tampoco nadie saber cuánto ser un mes.
-¿Lo véis? - gritó Uldeam en medio de las risas sofocadas
de los demás -. Está intentando tomarnos el pelo. Es increíble.
Nadie le hizo más caso del necesario, así que terminó
de cenar y apoyó la cabeza sobre unas telas, tapándose con
unas pieles y preparándose para dormir. Pronto todos le imitaron,
apurando la comida y pasándose al final un odre con algo de vino
aguado. Cuando Gujosh echó algo más de leña a la
hoguera y se sentó con las piernas cruzadas, cubriéndose
con una manta y con la espada a mano, dispuesto para hacer la primera
guardia, Thork se acercó a él y dijo:
-No te preocupar. Yo deberos comida, yo montar guardia. Tú dormir.
-Gracias, viajero, pero...
-¡Tú dormir!
La exclamación del bárbaro no admitía réplica.
El joven salió de debajo de la manta y se acercó al fuego
para acostarse con los demás. Thork se quedó de pie, mirando
a la negrura, con el hacha al hombro. Recto e inmóvil como el tótem
de su poblado. Y así lo encontraron al día siguiente, como
si no se hubiese movido ni un milímetro en toda la noche.
Otra nueva explosión lanzó al joven Lerniger lejos de su
escondite, en medio de una lluvia de cristales, pergaminos, madera y pequeñas
piedrecitas. Cayó unos metros más allá y trató
de incorporarse mientras se limpiaba los labios sangrantes con la manga
de su túnica. El dolor le castigaba el cuerpo y el brazo derecho
le colgaba inerte del hombro con una astilla clavada en el codo. Las ideas
y los recuerdos se agolpaban en su mente mientras intentaba recordar un
hechizo con el que ayudar a su amo. Todos aquellos años de intenso
aprendizaje pasaron ante sus ojos como una exhalación, y pensó
que quizá fuese cierto que antes de morir uno contempla su vida
en un segundo. Su infancia, el recuerdo de sus padres muertos a manos
de unos ladrones, los días pasados a la intemperie mendigando,
sus pocos y traicioneros amigos... Y una buena mañana, un hombre
que tras darle unas monedas le ofrece su protección y sus enseñanzas
a cambio de acompañarle. Fue con él más por curiosidad
que por confianza; sus ropajes eran lujosos, caros y emanaba de él
un aura misteriosa e intrigante. Al final, había resultado ser
tan cerdo como todos los demás, con toda su palabrería y
sus promesas de convertirlo en un poderoso mago como él. Lo tuvo
esclavizado, fregando, barriendo, limpiando, haciendo mil y una tareas
más propias de un sirviente que de un discípulo. Sólo
había conseguido aprender un par de conjuros menores, basura leída
a toda prisa de su libro de hechizos mientras estaba ausente.
Ahora ni siquiera podía recordar el más elemental de los
dos. La sangre manaba con abundancia de la herida de su brazo y toda la
cabeza le retumbaba como un tambor. Se dejó caer contra una pared,
mientras a escasa distancia el duelo mágico continuaba. Esta vez
fue su maestro el que atacó, y lo hizo con un espectacular conjuro
que Lerniger jamás lo había visto utilizar. Sávatos,
que así se llamaba su mentor, apuntó a su rival con una
temblorosa mano; de la punta de sus dedos salieron varios rayos azulados
que parecían ir a cámara lenta hacia el otro mago. A mitad
de camino hubo un súbito resplandor blanquecino, y una infinita
cantidad de meteoritos de distintos tamaños salieron disparados
contra el desconocido. El ataque habría sido demoledor de no ser
porque Sávatos no consiguió la concentración suficiente,
ocupado como estaba en apagar las llamas de su túnica. Sólo
unos pocos de los proyectiles impactaron contra el objetivo, que tras
tambalearse un instante bajo el castigo sufrido por sus defensas mágicas,
pronunció una sola palabra. Lerniger la oyó perfectamente;
una palabra clara, penetrante, gritada a pleno pulmón:
-¡¡Turba!!
Sávatos salió disparado contra la pared que se hallaba a
sus espaldas, volando por lo aires y estrellándose contra ella
con un ruido sordo, de huesos rotos y carne aplastada. Cayó al
suelo a plomo, entre los cascotes de su torre. Su rival dejó de
prestarle atención y se puso a buscar algo por entre los escombros
y los despojos de la batalla. Lerniger contempló durante un rato
el cuerpo de su antiguo maestro, mientras más recuerdos acudían
a su agitado cerebro. Los golpes, los castigos, los gritos de desaprovación
y furia, las amenazas... Sávatos había sido un tirano con
él. Le había sacado de la calle, le había rescatado
de la indigencia, pero... Aquel estúpido duelo por conseguir nuevos
conjuros le había matado. Todos aquellos años aterrorizándolo
y ahora estaba muerto. No es que no se lo mereciese.
Y Lerniger estaba libre. Con un gesto entre sonrisa sarcástica
y mueca de dolor, el aprendiz se levantó de donde estaba. El duelo
casi había logrado acabar con él también, pero poco
a poco iba recobrando la respiración y con ella unas cuantas fuerzas.
Salió tambaleándose de detrás de las carbonizadas
tablas que quedaban de una gran mesa de roble y se dirigió hacia
el desconocido, el cual se giró con rapidez al sentir su presencia
a sus espaldas.
-Hola - dijo el joven aprendiz con un enérgico movimiento de cabeza
-. Me llamo Lerniger y acabo de quedarme sin maestro.
D'Ostender caminaba tranquilamente por las calles de su ciudad natal.
Ni el bullicio de las gentes, ni los gritos de los vendedores desde sus
tenderetes, ni los niños que pasaban jugando y brincando a su lado,
nada lo distraía de los pensamientos que le rondaban la mente.
Ensimismado como iba, nada conseguía atraer su atención;
y mucho menos las mujerzuelas que a voces le llamaban desde el otro lado
de la calle, instándole con total descaro a romper su voto de castidad
con ellas. Dicho sea de paso, la orden clerical en la que profesaba D'Ostender
no imponía el voto de castidad a sus miembros, si bien se abstenía
voluntariamente de estos placeres carnales en tanto no encontrase (como
él afirmaba) una mujer pura como él de la cual enamorarse.
De todas formas el clérigo tampoco las oyó, con lo que siguió
paseando y dejando a sus pies marcar el rumbo. Pensaba precisamente en
su ciudad, en lo mucho que había cambiado en los veintipico años
que llevaba viviendo en ella. Cuando era un niño y aún vivía
en casa con sus padres y sus tres hermanos, recordaba una ciudad abierta,
vital, con un amplio mercado al que iba con su madre, lleno de mercaderes
extranjeros. Todo era colorido, telas de lejanos países, hombres
con extraños acentos y voces, animales exóticos, relatos
de otras tierras y culturas. Recordaba que había sido por esto
por lo que, en la adolescencia, y por no ser una boca más que alimentar
en su casa, había ingresado en la orden de la Dama Tymora, Señora
de la suerte y los viajeros. Deseaba ver mundo, recorrer caminos nunca
vistos por ninguno de sus conciudadanos, conocer gente nueva, ser recibido
en ciudades de magnífica y esplendorosa belleza... A los pocos
años de ser aceptado como novicio y vestir el blanco hábito,
todo había cambiado. El gobernante de la ciudad falleció
en extrañas circunstancias, si bien todos terminaron aceptando
el envenenamiento accidental como causa de la muerte, a pesar de que toda
su familia había comido lo mismo que él aquel día.
El nuevo alcalde resultó ser una persona despótica y amargada,
muy conservadora en cuanto a las tradiciones y muy poco abierta a los
cambios y todo lo que viniese de fuera. Pronto el mercado se fue quedando
sin color y sin comerciantes extravagantes, al imponerse nuevas y duras
condiciones de entrada a los extranjeros. Muchas familias de lejana procedencia,
asentadas allí, vieron reducidos sus ingresos hasta tener que dejar
la ciudad. Acusados de ser portadores de costumbres bárbaras y
perniciosas, se expulsó a varios hombres de las montañas
que tenían alquiladas unas habitaciones en la mejor posada de la
ciudad, sin siquiera devolverles el dinero pagado. Y muchos terminaron
por aplaudir y ver con buenos ojos la nueva política de la ciudad,
tras descubrirse que una pequeña plaga de una extraña enfermedad
que había asolado el barrio del puerto había sido provocada
por un marinero cormyreano enfermo.
Ahora, muy pocos barcos de lejanas regiones atracaban en el otrora activo
y espléndido puerto. El mercado se abastecía con mercancías
locales o de ciudades relativamente cercanas, como Olmeda, Phlan, Melvaunt
o Thentia. Nada de viajeros de pieles bronceadas procedentes de ciudades
como Suzail, Kront, Lashpool, Báldur... D'Ostender había
visto con ojos tristes cómo la riqueza cultural y étnica
se había ido perdiendo, mientras era sustituída por la cerrazón
mental y la autosuficiencia.
Cuando dobló una esquina, el clérigo se encontró
cara a cara con varios soldados de la ciudad muy ocupados en darle una
paliza a un hombre. Dos de ellos lo sujetaban por los brazos para mantenerlo
de pie, mientras otro par se divertía golpeándole el rostro
y el estómago. El cautivo parecía estar cercano a la inconsciencia,
pues ya casi no se quejaba de los golpes y su cabeza colgaba inerte sobre
su pecho. La sangre manaba con abundancia de su rostro, arroyando por
el cuello y empapando el jubón del desgraciado.
-¡Vamos, dadle más fuerte! - gritó uno de los hombres
de armas - ¡Rómpele la cara a este malnacido!
Un terrible gancho de izquierda se estrelló contra la nariz del
prisionero, cuya cabeza se alzó para volver a caer de nuevo como
un fardo. Un par de dientes golpearon el suelo a sus pies. El soldado
que le había golpeado se limpió la sangre del puño
en las ropas de su víctima, mientras uno de los que sostenía
el cuerpo le hacía una señal con la cabeza, indicándole
la presencia del clérigo. Se giró.
-Saludos - fue el escueto mensaje del desconocido.
D'ostender observó sus facciones, duras y brutales. Una cicatriz
le cruzaba la mejilla derecha, y sus ojos eran de un azul brillante que
contrastaba con el resto del curtido rostro. Le faltaba un trozo de la
oreja diestra y, al sonreir, el clérigo vió que varios dientes
ya no ocupaban su lugar correspondiente. Un pelo oscuro, sucio y grasiento
le caía desordenadamente sobre la frente y los hombros. El uniforme
no estaba mucho más cuidado, y a duras penas se distinguía
el escudo de las armas de la ciudad.
-Buenas tardes, oficial - respondió D'Ostender.
Un incómodo silencio envolvió la escena, roto sólo
por los gemidos del preso, el cual parecía que intentaba levantar
su cabeza para ver por qué se habían detenido los golpes.
-¿Y bien? - preguntó el soldado -. ¿Va a quedarse
ahí y mirar? ¿O acaso desea participar de la fiesta?
-Ni lo uno ni lo otro. Como clérigo de la Dama Tymora, deseo acercarme
y ofrecer a ese hombre los cuidados que necesita.
Una risa gutural y siniestra brotó de la garganta del oficial.
-Ofrecerle cuidados... ¡Será impresentable! ¡Lárgate
de aquí antes de que yo y mis muchachos tengamos a otro con quién
nos divertir!
-No puedo dejar a ese hombre tan malherido. Mis votos de ayudar al prójimo
no me lo permiten. ¿Y se puede saber qué ha hecho para merecer
tal trato?
-No es asunto tuyo, jovencito. Lárgate.
D'Ostender se había acercado bastante a su interlocutor, lo suficiente
como para que junto a la última frase le llegase un intenso olor
a alcohol y podredumbre. Dio un paso atrás mientras le replicaba.
-Si seguís golpeándole, le matarés. ¿Cómo
lo explicaréis a vuestros superiores?
La mención de sus jefes pareció enfurecer bastante al oficial,
cuyo rostro enrojeció mientras descargaba su ira sobre el clérigo.
-¡¡Qué demonios te importan a tí mis superiores,
¿eh?!! ¡Será mejor que vuelvas a refugiarte entre
las faldas de tu madre, antes de que tus malditos huesos se estrellen
contra esa pared y te pise la cabeza hasta dejarla hecha zumo!
Las amenazas del hombretón, unidas a su creciente enfado, hicieron
vacilar a D'Ostender, aunque al final sus deseos de ayudar al indefenso
ciudadano se impusieron.
-Dejad que aplique mis conocimientos curativos sobre ese hombre.
-Muchacho - interrumpió el soldado rechinando los dientes y apretando
los puños -, más te vale que sepas aplicártelos a
tí mismo si no te esfumas.
-No puedo dejarlo así como así en vuestras manos, bestias.
El oficial soltó un bufido de resignación.
-Este chico es tonto, por Helm. Dadle una paliza, a ver si se calla.
Los otros tres soldados, que hasta entonces se habían mantenido
quietos y en silencio a la espera de órdenes, soltaron a su primera
víctima y caminaron hacia el clérigo. D'Ostender se giró
e intentó pedir auxilio, pero no pasaba nadie por el callejón
en el que se encontraban, y las gentes que transitaban por la calle principal
aceleraban el paso al ver la escena. El buen clérigo asió
la pequeña maza que pendía de su cinto y trató de
esgrimirla contra sus agresores, pero estos le inmovilizaron con rapidez
y se la quitaron.
-Así aprenderás a no meterte donde no te llaman, chico.
Así aprenderás.
El primer golpe, en el estómago, le dejó sin respiración.
El segundo, en la cara, casi le dejó sin sentido. Lo peor aún
estaba por venir.
Capítulo
I
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